La primera mitad del siglo veinte consistió de un esfuerzo frenético por levantar barreras entre lo que unos y otros consideraban sentido y sin sentido. Fue una época de restauración. Erigimos muros que dividían ciudades, cortinas de hierro que separaban continentes. En las ciencias nos obsesionamos con los criterios de demarcación que separaran la ciencia de la pseudo-ciencia,
La labor de derribar esas barreras había comenzado años antes, al final del siglo XIX. Darwin había mostrado que no había un reino del sinsentido, lleno de autómatas tontos, sino continuidad entre la materia sin pensamiento y nosotros, cuerpos dotados de esa cosa misteriosa llamada “pensar”. Un reino evolucionó del otro. Borrar la línea entre el sentido y el sin-sentido se llevó a cabo en todos los frentes de la cultura. Freud mostró que había continuidad entre la locura y la “normalidad”. O si se quiere, que los actos que llamábamos locura podían ser leídos con sentido, un sentido que no se asemejaba al de la lógica de la vigilia. Marx mostró como la distinción entre una clase privilegiada y las que no lo eran era un asunto meramente arbitrario que dependía de en qué lado de la vida había uno caído, algo tan accidental como el lugar en el que decide impactar un meteorito. Todas estas afrentas despedazaron las obsesiones del siglo XIX -el tiempo, los procesos y los estratos- como una hoja al viento y desperdigaron los pedazos. La evolución opera por medio de leyes extendidas en el tiempo, los mecanismos de la locura no pueden ser intervenidos más que por algo tan primitivo como el hablar, la historia parecía avanzar de maneras que ni controlamos ni comprendemos del todo, por encima de nuestras cabezas.
Poco sorprende el hecho de que hayamos erigido otras barreras, las de la corrección política y la cultura “woke”, las capas de mediación de la virtualidad con sus metaversos, big-data, transmuhanismos y avatares, las propias de nuestra identidad que nos ha convertido en seres condenados a la soledad. Son estas barreras permeables: a veces dejan pasar, a veces no, se corren constantemente y tienen la capacidad de declarar presa de caza al que queda por fuera.
Dos grandes perjudicados ha dejado atrás nuestro tiempo con su afición por erigir nuevos muros: el conocimiento y la felicidad. Asir las ideas, especialmente aquellas bajo las cuales vivimos, es una tarea increíblemente compleja. Entendemos mucho mejor las épocas que se han ido. Las entendemos mejor que las mismas personas que las vivieron. Pero las ideas bajo las cuales vivimos son los resortes invisibles que nos mueven. Poco dominio tenemos sobre ellas, poco sabemos cómo operan y por qué las replicamos o por qué las llevamos de un lado para otro. En esto se parecen a nuestros genes: intentamos pasarlos a la siguiente generación -a veces con éxito- y no tenemos ni idea de cómo funcionan o que somos máquinas para esparcirlos.